Con The Game Awards 2025 a la vuelta de la esquina, la industria del videojuego se prepara para una de las noches más mediáticas del año. Una gala en la que se reconoce la creatividad, la innovación y el impacto cultural de un medio que hace mucho que compite de tú a tú con el cine y la música. Entre todas las categorías, ninguna despierta tantas pasiones —ni genera tantos debates— como el codiciado premio a Mejor Juego del Año. Este año, dos nombres destacan por encima del resto: Clair Obscur: Expedition 33 y Kingdom Come: Deliverance II, dos propuestas radicalmente distintas que encarnan las tendencias actuales del sector.
Sin embargo, pecaríamos de ingenuos si pensáramos que la carrera está decidida, pues no sería la primera vez que un “tapado” acaba conquistando el podio por méritos propios. La pregunta, entonces, es inevitable: ¿quién decide el GOTY y qué criterios realmente pesan en esa elección? Para entenderlo, hay que retroceder un par de décadas y seguir el rastro de cómo nació, creció y se transformó este título honorífico hasta convertirse en el más influyente del videojuego moderno. Esta es la historia de los GOTY.
De los VGA al espectáculo: los orígenes del “Juego del Año”
Mucho antes de que The Game Awards llenara titulares y debates en redes, ya existía un intento —algo torpe pero enormemente ambicioso— de dar al videojuego su propia alfombra roja. Entre 2003 y 2013, los Spike Video Game Awards (VGA) fueron, para toda una generación, la primera vez que este medio se vio proyectado en un escenario que estaba reservado para el cine o la música. Era la época en la que cualquier gesto de legitimidad parecía un logro, y ver a estrellas de Hollywood presentando premios a títulos como Halo, GTA o BioShock era casi surrealista. Por fin parecía que alguien estaba tomándose en serio aquello que millones de jugadores ya vivían como cultura.
Claro que los VGA tenían truco, y se notaba desde la primera fila. Más que una ceremonia, eran un programa de entretenimiento televisivo con todas las letras: tráilers exclusivos, actuaciones musicales, humor de dudosa puntería y un ritmo pensado para que el espectador no cambiara de canal durante los anuncios. La teoría decía que celebraban lo mejor del videojuego; la práctica, que lo importante era generar momentos virales y mantener viva la conversación. Muchas veces, los premios parecían una excusa para justificar el espectáculo y no al revés.
El sistema de votación tampoco ayudaba demasiado. Los ganadores los decidía un grupo de expertos provenientes, en su mayoría, de medios estadounidenses como IGN, GameSpot o Game Informer, junto a representantes de Spike TV y algunos asesores externos. Un grupo relativamente pequeño, muy centrado en la visión norteamericana del videojuego y con un proceso interno poco transparente. No había jurado internacional, ponderación pública o auditorías sobre los criterios. Para los estándares actuales suena casi artesanal, cuando no directamente improvisado. Pero, en su momento, era lo más parecido que la industria tenía a unos “Óscar del videojuego”.
Y, pese a todas sus limitaciones, los VGA consiguieron algo que hoy parece obvio pero que entonces no lo era: convencieron al público general de que los videojuegos también podían tener “grandes ganadores”. Que había títulos que no solo vendían millones o generaban fandom, sino que merecían ser reconocidos como obras clave de su tiempo. Esa idea —la de señalar cada año un puñado de juegos “especiales”— prendió rápido.
Los “pre-GOTY” que definieron generaciones
Antes de que The Game Awards estableciera un sistema global, mediático y relativamente unificado para coronar al Juego del Año, ya existían títulos que habían recibido ese honor en los VGA o en otros premios de alcance desigual. Galardones con procesos más rudimentarios, menos transparentes y con una proyección internacional mucho menor que la actual. Podría pensarse que, por venir de aquella etapa “pre-TGA”, su condición de GOTY se siente menor, casi como esas Copas de Europa en blanco y negro que algunos miran de reojo. Pero en realidad ocurrió justo lo contrario. Algunos juegos marcaron tanto a la industria y a los jugadores que su estatus trascendió cualquier sistema de votación. Son títulos que hoy se siguen recordando como GOTY con todas las de la ley, independientemente del formato que tuviera la gala que los premió.

Un ejemplo: en su momento GTA: San Andreas sorprendió al mundo con un mapa gigantesco, lleno de actividades secundarias, minijuegos y secretos por descubrir. Pero lo que realmente distinguía a este mundo “vivo” era cómo afectaba directamente a CJ, el protagonista. Su estilo de vida determinaba su peso, su musculatura y su estado físico, y eso no era solo estético. Comer hamburguesas a todas horas o entrenar en el gimnasio influían en su velocidad de movimiento, en la efectividad del combate, en la manera en que los NPC reaccionaban a él e incluso en qué interacciones del juego estaban disponibles. Cada decisión cotidiana tenía consecuencias, convirtiendo al jugador en un arquitecto de su propia experiencia, donde el mundo respondía con lógica y coherencia.
Otro caso destacado es el de BioShock, que combinó narrativa, estética y filosofía de manera que el jugador no podía despegarse de la historia. El personaje de Andrew Ryan personificaba la delgada línea entre visionario y loco: cada conversación, cada documento encontrado y cada descubrimiento en Rapture difuminaban constantemente esa frontera, desafiando al jugador a cuestionar lo que veía y cómo interpretaba el mundo sin necesidad de entrar en debates externos. Era una experiencia que imponía respeto, que dejaba huella y que demostraba que los videojuegos podían transmitir ideas profundas y complejas mientras entretenían.
Y luego llegó Skyrim, que abrió un abanico de posibilidades en un género tradicionalmente de nicho. De repente, millones de jugadores se sintieron cómodos explorando un mundo abierto repleto de misiones, dragones y decisiones morales, y muchos de ellos entraron por primera vez en los juegos de rol occidentales. Esto, sin embargo, tuvo un lado polémico: la saga introdujo cambios diseñados para agilizar la experiencia y atraer a un público más masivo. Para los fans de los elementos de rol más profundos y menos guiados de Morrowind y Oblivion, la simplificación de algunas mecánicas supuso lo que muchos llamaron una “casualización” de la fórmula clásica. Pero su alcance fue tan devastador, impulsado además por la primera ola masiva de youtubers y por fenómenos virales que hoy son pura arqueología de internet (como cierta munición rosa de forma peculiar). Eso lo convirtió en un icono cultural instantáneo. Un GOTY que, aunque nacido del sistema antiguo, se mantuvo en la memoria colectiva como si hubiera competido en la era más profesionalizada de TGA.
Estos juegos, en definitiva, sí fueron coronados en su día, pero bajo un formato que con el tiempo quedó pequeño frente a su legado. La industria cambió, los premios se modernizaron, las galas se transformaron en espectáculos globales… y aun así, San Andreas, BioShock y Skyrim siguieron creciendo. Porque a veces el reconocimiento más importante no viene del tipo de premio que figura en su ficha, sino de cómo los jugadores los recuerdan, los revisitan y los citan generación tras generación. Y en ese sentido, estos títulos no son “GOTY antiguos”: son GOTY eternos.
El nacimiento de The Game Awards: la cruzada personal de Geoff Keighley
Cuando Spike TV apagó las luces de sus Video Game Awards (VGA) en 2013, quedó un hueco muy claro en el calendario de la industria: una ceremonia de gran formato, con tráilers, invitados y el ruido mediático que acompaña a cualquier “noche grande”. La última edición —renombrada VGX en un intento de darle frescura— fue recibida con críticas y un descenso de audiencia. Spike propuso mantener el formato, pero solo en streaming, una propuesta que no convenció a todos y aceleró el final de la franquicia tal y como se conocía. El sector tenía ganas de su gala anual, pero nadie parecía dispuesto a llevarla adelante con el mismo pulso ni con la misma ambición.
Ahí apareció Geoff Keighley. Para entender por qué su nombre aparece ligado de forma inseparable a los GOTY modernos hay que mirar su trayectoria. Periodista, presentador y productor con décadas de experiencia en eventos y coberturas —desde GameTrailers TV hasta presentaciones en el E3—, Keighley no era un simple anfitrión; era un conector entre la prensa, los desarrolladores y el público. Había sido pieza clave en la producción de los propios VGA y conocía de primera mano las tensiones entre crear espectáculo y ofrecer credibilidad. Esa experiencia le dio una ventaja crítica, pues no solo sabía cómo montar un show, sino también qué querían y qué temían los distintos actores de la industria.
Convertir ese conocimiento en una nueva gala requería algo más que buenas intenciones. Keighley apostó por un modelo distinto en forma de evento independiente, con un jurado internacional amplio, una mezcla entre criterio profesional y voto del público, y la ambición declarada de ser tanto escaparate como referente. No fue inmediato ni gratis. La primera edición de The Game Awards de 2014 nació en parte gracias a la inversión y al riesgo personal de su promotor, y al apoyo —posterior y necesario— de las grandes editoras y plataformas que vieron valor en una fiesta global del videojuego.
El cambio no fue solo formal, también había una intención clara de profesionalizar la elección. The Game Awards estableció un sistema de votación híbrido que combina la deliberación de un jurado de medios y expertos (con la mayor parte del peso de la decisión) y la participación del público en forma de voto popular (con un porcentaje menor, pero simbólicamente importante). Esa mezcla quiso dar credibilidad y, a la vez, hacer que la comunidad se sintiera partícipe. ¿El resultado? En apenas unos años la gala dejó de ser solo un show más para convertirse en una plataforma que marca el ritmo de la industria, premia tendencias y sirve de escenario para grandes anuncios.
Pero la historia no es solo de logros, y la consolidación vino acompañada de tensiones inevitables. Ser visible y depender de grandes partners obliga a convivir con la financiación, los patrocinadores y los acuerdos comerciales, lo que abre la puerta a críticas. Algunos señalan la cercanía del evento con grandes editoras, la presencia de patrocinadores en la parrilla y el reto permanente de mantener independencia editorial frente a intereses comerciales. Keighley siempre ha defendido la independencia del formato, pero la percepción pública —especialmente en una industria tan polarizada— es otra cosa, y el equilibrio entre espectáculo y credibilidad continúa siendo un campo de fricción.
Hoy, The Game Awards es un híbrido que resume la paradoja moderna del medio, queriendo ser espectáculo y referencia crítica a la vez. Nació del vacío que dejó Spike, pero su evolución fue posible porque alguien con experiencia y contactos apostó su reputación —y su bolsillo— para intentar convertir un momento anual de fanservice en un instrumento de legitimidad cultural. La pregunta que se hace la industria ahora no es tanto si la gala sobrevivirá, sino cómo seguirá resolviendo ese eterno equilibrio entre vender tráilers y premiar la excelencia.
La historia de los GOTY como espejo de la industria
El premio a Juego del Año lleva tiempo funcionando como una especie de radiografía del sector. En cada edición, lo que acaba coronándose dice tanto del juego como del momento histórico que lo rodea. Hay años en los que la estética y la narrativa pesan más, otros en los que prima la innovación técnica o el avance del diseño. Lo que se premia no siempre es “cuál es el mejor juego”, sino “qué entiende la industria como excelencia en ese instante”. De ahí que el GOTY oscile entre la pureza del mérito artístico y la realidad de un producto que vive en un ecosistema comercial, mediático y cultural mucho más complejo.
Ese equilibrio —o tensión, según quién lo mire— se ve en prácticamente todas las decisiones del jurado. Las superproducciones AAA representan la apuesta segura: músculo técnico, narrativa pulida, éxitos de venta que garantizan una presencia mediática indiscutible. Pero desde hace años conviven con una generación de estudios independientes capaces de competir en prestigio con una fracción del presupuesto. Juegos como Hades demostraron que una idea clara, un diseño elegante y una dirección artística sólida pueden resonar igual o más que el mayor despliegue cinematográfico. El GOTY también ha ido incorporando valores culturales que hace una década apenas formaban parte de la conversación, como diversidad, representación, salud mental, nuevos modelos narrativos y temas antes reservados para otros medios. Hoy, un juego no solo compite por sus mecánicas, sino por su capacidad de conectar emocionalmente, generar conversación y convertirse en símbolo de algo mayor.
Pocas veces esa distancia entre lo que celebra la crítica y lo que espera la comunidad se vio con tanta claridad como en 2016, cuando Overwatch se impuso como GOTY. La victoria pilló a muchos por sorpresa, porque el favorito emocional —y para una parte del público, también el lógico— parecía ser Uncharted 4: A Thief’s End. Era el cierre impecable de una saga fundamental, una obra de acción y aventura con valores de producción altísimos. Pero la crítica valoró algo distinto. Overwatch había inyectado aire fresco a un género saturado gracias a su combinación de hero shooter y filosofía MOBA. Además, se convirtió en un fenómeno cultural casi inmediato: personajes icónicos, cortos animados que ampliaban su universo y una comunidad que abrazó la accesibilidad de su jugabilidad refinada. Blizzard terminó de ganarse al jurado con un modelo poslanzamiento que rompía con la norma del DLC de pago, añadiendo paulatinamente nuevos héroes y mapas gratuitos. Un gesto que en 2016 se sintió como una pequeña revolución. Frente a eso, Uncharted 4 fue percibido —justa o injustamente— como la culminación de una fórmula más tradicional. Una culminación brillante, sí, pero sin el factor “esto cambia algo” que a veces mueve la balanza en los premios.
Muy distinto fue lo que ocurrió en 2018 con el duelo entre God of War y Red Dead Redemption 2. Aquí no hubo sorpresa: hubo fractura. La comunidad se dividió en dos bloques casi simétricos, cada uno defendiendo una visión diferente de lo que significa excelencia en videojuegos. Para muchos jugadores, el realismo meticuloso de Rockstar, con sus animaciones lentas, su mundo vivo y sus sistemas que respondían a cada detalle, marcaba la cima del videojuego como obra total. Para la crítica profesional, God of War representó algo más difícil de conseguir: una reinvención real que funcionaba en todos los frentes. Tras más de una década de furia mitológica y combate frenético, Santa Monica Studio transformó la saga en un drama íntimo con una cámara más cercana, un combate más táctico y un protagonista que debía aprender a ser algo más que una máquina de matar. Esa evolución de Kratos —de antihéroe vengativo a padre que quiere hacerlo mejor— resonó fuerte entre quienes valoran el crecimiento temático dentro de una franquicia.
Tras aquel duelo colosal de 2018, el GOTY daría un giro completamente distinto tres años después. Si lo de ese año fue un choque de titanes, lo de 2021 fue directamente un volantazo. It Takes Two compitió contra pesos pesados como Resident Evil Village, Metroid Dread o Ratchet & Clank: Rift Apart, juegos de sagas consagradas, con miles de seguidores fieles y una presencia mediática mucho mayor. Pero lo que consiguió Hazelight Studios fue un recordatorio de que el GOTY no siempre premia lo más grande, sino lo más ingenioso. Su victoria fue inesperada para la comunidad, pero, según la crítica, totalmente coherente.
Y entonces llegó 2024, un año sin un claro “titán indiscutible”, y Astro Bot fue el encargado de recordarle a todo el mundo que a veces la industria se rinde ante la pura alegría de jugar. No era el título más ruidoso ni el más ambicioso en escala, pero su creatividad desbordante, su precisión de diseño y su celebración irreverente de la historia de PlayStation conquistaron a la crítica, que lo reconoció como una de las experiencias más redondas y generosas de 2024. Su victoria —sorprendente para algunos, evidente para otros— encajó perfectamente con esa lógica cambiante del GOTY. De vez en cuando un juego puede imponerse no por ser el más grande, sino por ser el que mejor encapsula la esencia del medio. Un cierre circular que refuerza lo que decíamos al principio: cada premio es, en el fondo, un espejo del momento, una instantánea de lo que la industria valora, desea o necesita en ese preciso instante.
La trampa de las “GOTY Edition”
En medio de todo este recorrido —de premios que sorprenden, victorias discutidas y decisiones que reflejan hacia dónde mira la industria en cada momento— hay un fenómeno peculiar que también dice mucho del valor cultural del término “Juego del Año”: las famosas “GOTY Edition”. Cada vez más habituales, han acabado generando una especie de ecosistema paralelo donde el sello “Game of the Year” no siempre significa lo que parece. Muchas compañías lo emplean para relanzar sus títulos con el pack completo —juego base más expansiones, actualizaciones y contenido posterior— incluso cuando ese juego no ha ganado el premio oficial. A veces basta con una mención destacada en un medio concreto, un reconocimiento menor o una frase promocional convenientemente ampliada para justificar la etiqueta. El resultado es un término que, dependiendo de quién lo utilice, puede evocar excelencia creativa… o simplemente un producto “edición completa” listo para otra ronda de ventas.
El debate, inevitablemente, es si esta práctica diluye el sentido cultural del GOTY hasta convertirlo en una herramienta más de marketing. Y es verdad que, a fuerza de repetirse, el concepto puede perder algo de brillo. Pero también sucede lo contrario. Cuantas más “GOTY Edition” inunden el mercado, más valioso se vuelve distinguir qué juegos han recibido realmente el reconocimiento oficial y cuáles simplemente adoptan su lenguaje. En ese contraste —entre lo que la industria premia y lo que las compañías promocionan— está parte del verdadero significado del GOTY contemporáneo.
Seis juegos, un mismo premio y un año que definir
Después de analizar cómo el GOTY se ha convertido en una especie de espejo de las prioridades, tensiones y aspiraciones de la industria, resulta inevitable mirar hacia la edición de este año con algo más que simple curiosidad. Porque aquí no solo hablamos de etiquetas, campañas, estatuillas y portadas con cintas doradas, sino de preguntas más interesantes. ¿Qué juegos representan hoy el presente del medio?, ¿quién está marcando el paso?, ¿quién está redefiniendo géneros? ¿Cuáles consiguen eso tan intangible pero reconocible que hace que un título “suene a Juego del Año” de verdad?

Entre los candidatos de esta edición destacan dos nombres que han llegado a la conversación con un peso especial: Clair Obscur: Expedition 33 y Kingdom Come: Deliverance II. El primero ha sorprendido porque ha decidido modernizar el combate por turnos sin renunciar a su esencia. Su sistema exige estrategia, pero también ritmo y precisión, combinando decisiones clásicas de JRPG con acciones en tiempo real que obligan a estar siempre atento. Su mundo pictórico, alejado de la búsqueda del hiperrealismo, construye una personalidad visual inconfundible, y su historia —más dura y existencial de lo habitual en el género— introduce una amenaza que no solo impulsa la trama, sino que define emocionalmente la experiencia. Todo ello llega desde un estudio AA que, con un equipo central modesto, ha conseguido presentar un juego con valores de producción comparables a los de una superproducción, recordando que el músculo creativo no siempre depende (solo) del presupuesto interno.
Kingdom Come: Deliverance II, por su parte, apuesta por el realismo como punto de partida y destino. Su recreación de la Bohemia del siglo XV transmite la sensación de habitar un mundo que funciona incluso cuando el jugador no está mirando, con NPC que tienen rutinas, espacios que cuentan historias sin necesidad de diálogo y misiones escritas a mano que respetan esa lógica interna. La aventura de Henry continúa con una narrativa madura, bien interpretada y estructurada; y un sistema de progresión que se basa en hacer, practicar y mejorar dentro del propio mundo. El combate también ha evolucionado. Sigue siendo táctico y exigente, pero ahora es más fluido, lo que permite que el jugador note la mejora sin tener que pelearse con el propio sistema. El resultado es un RPG coherente, amplio y profundamente inmersivo, que refuerza la idea de que el realismo también puede ser una forma de ambición.

Ahora bien, que estos dos lleguen con ventaja no significa que los demás estén lejos. Donkey Kong Bananza es el recordatorio perfecto de por qué Nintendo sigue ocupando una posición privilegiada en el diseño de plataformas. Su mecánica central —la destrucción casi total del entorno— no es solo un logro técnico, sino el eje que da forma a los niveles, la exploración y los puzles. Genera un flujo constante de ideas nuevas como solo la compañía japonesa parece capaz de mantener durante horas. Death Stranding 2 reafirma el enfoque autoral de Kojima, combinando una narrativa íntima con una identidad audiovisual muy marcada y una jugabilidad más accesible y fluida que en la primera entrega. Hades II representa otro tipo de evolución, ofreciéndonos una secuela que no se conforma con repetir, sino que refina, amplía y profundiza un sistema que ya había marcado un estándar dentro del roguelike moderno. Y Hollow Knight: Silksong se presenta como la evolución casi opuesta: más grande, más rápido, más vertical y con una protagonista, Hornet, que transforma el ritmo del combate y la exploración de Pharloom.
La propia lista de nominados ya funciona como una radiografía bastante precisa del momento actual del videojuego. Tenemos grandes producciones clásicas que buscan llevar su fórmula a nuevas cotas, estudios modestos que presentan proyectos con ambición de gigante, propuestas autorales que se alejan de los moldes habituales, secuelas que no se limitan a repetir lo que funcionó y géneros tradicionales que se reinventan para seguir vigentes. Sea cual sea el título que acabe levantando el trofeo, lo hará con méritos suficientes para justificarlo y sin desmerecer al resto. Y aunque es triste que haya que seguir recordándolo cada año, que tu favorito no gane no lo convierte en peor ni debería arruinarte la experiencia: el GOTY distingue, pero no dicta lo que cada uno debe disfrutar.



