Aunque los videojuegos nacieron mucho antes de la era moderna —con experimentos tan rudimentarios como Tennis for Two (1958) o el mítico Pong (1972)—, no fue hasta la década de los 80 cuando se consolidaron como una forma de ocio reconocible. Aquella fue la época de los salones recreativos, de las luces de neón y las máquinas arcade que llenaban bares y centros comerciales. En ellas se forjó la primera generación de jugadores: un público joven y mayoritariamente masculino que competía por dejar sus iniciales grabadas en los marcadores de Pac-Man, Donkey Kong o Space Invaders.
Los recreativos eran un punto de encuentro, pero también un espacio social con reglas propias. El que más monedas tenía podía jugar más tiempo, el dominio del mando equivalía a cierto prestigio y siempre había alguien mayor que tú dispuesto a pasarte los niveles más exigentes (a cambio de jugar gratis un rato). La idea de “jugar” quedaba asociada a la adolescencia, a la rebeldía y a un tipo de diversión poco “seria”. A ojos del adulto promedio, aquello no era más que un pasatiempo ruidoso.
Con la llegada de las primeras consolas domésticas —la Atari 2600 a finales de los 70, la Nintendo Entertainment System (NES) en 1983 o la Sega Master System poco después—, los videojuegos entraron definitivamente en los hogares. La promesa era clara: llevar el arcade al salón. En la práctica, aquello supuso adaptar la experiencia a una pantalla más pequeña y a mandos mucho más simples. Fue la época de los cartuchos intercambiables, de los gráficos y sonidos de 8 bits que hoy resultan entrañablemente primitivos, pero que entonces eran pura magia.
Sin embargo, la etiqueta social no cambió tanto. Durante buena parte de los 80 y los 90, jugar seguía siendo cosa de niños. Los anuncios de televisión y las cajas de los juegos estaban dirigidos a menores, y los adultos miraban con cierta condescendencia aquel nuevo juguete electrónico. De hecho, el simple hecho de seguir jugando pasados los 18 años ya podía considerarse “raro”.
De ese contexto nació el estereotipo del gamer: adolescente, varón, introvertido, obsesionado con los píxeles y los mandos. Una figura que, durante décadas, definió (y limitó) la percepción social del videojuego. Mientras el cine o la música se consideraban expresiones culturales legítimas, el videojuego quedaba encasillado como una afición menor, casi infantil. Faltaban aún muchos años —y muchas innovaciones— para que esa percepción empezara a cambiar.
Nintendo cambia las reglas del juego
A mediados de los 2000, el videojuego vivió su primer gran punto de inflexión. Hasta entonces, seguía siendo un territorio reservado a quienes estaban dispuestos a memorizar combinaciones de botones o invertir horas dominando mecánicas complejas. Entonces llegó Nintendo y decidió romper el mando.
En 2004, la compañía lanzó la Nintendo DS, una consola portátil con doble pantalla y lápiz táctil que apostaba por la sencillez y la curiosidad. Uno de sus títulos estrella, Brain Training, proponía “ejercitar la mente” con operaciones y minijuegos diarios, dirigidos expresamente a adultos y personas mayores. En un mercado dominado por disparos y aventuras, la propuesta era radical: convertir el videojuego en un hábito cotidiano, incluso útil.

Poco después, en 2006, llegaría la Nintendo Wii, y con ella una auténtica revolución doméstica. Su mando con sensor de movimiento, el Wiimote, transformó la manera de jugar. Golpear una pelota, lanzar un dardo o practicar yoga ya no requerían destreza con los botones. Wii Sports se convirtió en el juego más vendido de su generación, y Wii Fit llevó la idea de “jugar haciendo ejercicio” a millones de hogares. Fue la época en la que un mando acababa volando por el salón con más frecuencia que las discusiones sobre quién fregaba los platos. Por primera vez, los videojuegos se practicaban en grupo, en familia, y hasta en entornos educativos o terapéuticos.
El impacto cultural fue enorme. Las consolas dejaron de ser un accesorio infantil para convertirse en un electrodoméstico familiar. Padres, madres y abuelos compartían partidas con los más jóvenes, y las imágenes de familias jugando en el salón se convirtieron en el símbolo de una nueva etapa. Los videojuegos empezaban a asociarse con bienestar, convivencia y diversión compartida.
Aquella “revolución blanca”, como algunos la llamaron por el color de la consola, marcó el primer gran paso hacia la democratización moderna del videojuego. Nintendo había logrado lo impensable: que el mando dejara de intimidar, que jugar no exigiera saber de tecnología y que el videojuego se integrara en la vida cotidiana. En aquel momento, “jugar” empezó a dejar de ser una identidad y pasó a ser simplemente una opción más de ocio.
La era del clic (y del Candy Crush)
Si Nintendo había conseguido que los videojuegos entrasen en casa, Facebook logró algo aún más ambicioso: que se colaran en nuestra vida, pudiendo acceder a ellos en cualquier sitio y en cualquier momento. Entre 2009 y 2012, la red social se convirtió en el mayor salón recreativo digital del mundo. Millones de personas que jamás habían tocado una consola pasaban ahora sus ratos libres cultivando tomates en FarmVille, diseñando ciudades en CityVille o encadenando caramelos en Candy Crush Saga.
Lo que antes era una actividad planificada —sentarse frente al televisor, encender la consola y jugar— se transformó en algo espontáneo y fragmentado. Bastaba abrir una pestaña del navegador para recoger la cosecha, enviar un regalo o ayudar al vecino virtual. De repente, esa tía con la que solo hablabas en Nochebuena te escribía a diario para pedirte tablones de madera para su granero. Las notificaciones y las solicitudes de “energía” se convirtieron en parte del día a día digital, y los videojuegos se integraron por completo en las dinámicas sociales online.

La clave del éxito fue la facilidad de acceso. No hacía falta una consola, ni un mando, ni gastar dinero. Cualquiera con un ordenador o un teléfono podía jugar. El modelo “free-to-play” —descargar gratis, pagar solo si querías avanzar más rápido o desbloquear ventajas— rompió las barreras económicas que durante décadas habían limitado el medio. Aunque no fue el origen absoluto de las microtransacciones (presentes de forma embrionaria en algunos MMORPG de principios de los 2000), sí fue el momento en que se popularizaron masivamente y definieron una nueva economía del ocio digital.
El fenómeno no solo amplió el público: lo transformó. De repente, las jugadoras superaban a los jugadores en algunas métricas globales, especialmente en plataformas móviles. Madres, abuelas y oficinistas se convirtieron en la nueva cara del videojuego. Las partidas rápidas de cinco minutos entre correos o antes de dormir sustituyeron las largas sesiones frente a la consola.
Lo que para algunos “gamers tradicionales” era una banalización del medio, para otros representó su verdadera democratización. El videojuego dejó de exigir una identidad o una dedicación: bastaba con tener un momento libre y una pantalla a mano.
El verano en que salimos a cazar Pokémon
Los meses centrales de 2016 tuvieron banda sonora, memes y un protagonista indiscutible: Pokémon GO. De un día para otro, los parques, las plazas y las calles de medio mundo se llenaron de gente mirando el móvil con la misma mezcla de concentración y asombro. No era una moda más de internet, sino un fenómeno global.
La propuesta de Niantic, en colaboración con Nintendo y The Pokémon Company, era tan sencilla como revolucionaria: capturar criaturas virtuales usando la cámara y el GPS del teléfono. Ahora el videojuego salía a la calle y convertía el mundo real en su tablero. Las Poképaradas eran monumentos, tiendas o murales del barrio; los gimnasios, puntos de encuentro improvisados donde se medía el poder de cada equipo. La experiencia era digital, pero también profundamente física y social.
Durante aquel verano, se rompió una de las últimas barreras culturales del videojuego: la del espacio. Familias, grupos de amigos y desconocidos coincidían en los mismos lugares, hablando de estrategias o señalando en voz alta la aparición de un Pikachu. Las imágenes de multitudes recorriendo parques o invadiendo plazas para capturar un Pokémon especialmente esquivo se convirtieron en símbolo de una nueva forma de jugar, donde lo virtual y lo real se mezclaban sin esfuerzo. Recordemos, sin ir más lejos, aquel episodio en Central Park, cuando una multitud corrió en estampida para atrapar un Vaporeon, en una escena que es aún más divertida (o más turbia) si recuerdas cierto post de 4chan que todos desearíamos poder borrar de la memoria colectiva. Algunos incluso llevaron su entusiasmo a otro nivel: hubo quien combatió la pereza con ingenio y puso el móvil encima de una Roomba para que los huevos eclosionaran sin dar un solo paso.
Uno de los grandes secretos del éxito fue la nostalgia bien dirigida. Muchos de los adultos que en los 90 habían jugado a Pokémon Rojo o Azul redescubrieron la franquicia desde una nueva perspectiva. Ya no hacía falta una consola portátil ni aprenderse la Tabla de Tipos, bastaba un móvil y algo de curiosidad. A esa base nostálgica se sumó la sencillez de las mecánicas —caminar, lanzar una pokébola, coleccionar— y la dimensión social, que fomentaba el encuentro y la colaboración.
Por primera vez, un videojuego lograba que incluso quienes nunca se habían considerado “jugadores” participaran de forma natural en una experiencia colectiva. Pokémon GO no solo fue un éxito comercial (más de 500 millones de descargas en sus primeros meses), sino un momento histórico: el punto en que el videojuego se hizo visible en el espacio público y dejó claro que ya no pertenecía a un grupo cerrado, sino a todos.
Una consola en el bolsillo: el poder del móvil gamer
Hoy, jugar ya no significa necesariamente encender una consola o un PC. Con el streaming y la nube, es posible jugar, ver y compartir partidas sin necesidad de hardware potente. Basta con una pantalla y conexión a internet. Servicios como Xbox Cloud Gaming o GeForce Now permiten acceder a títulos de última generación sin tener que comprar un ordenador o consola de alto rendimiento.
Pero no solo eso. La potencia de los smartphones actuales, con sus procesadores y pantallas de alta resolución, permite disfrutar de juegos que antes estaban reservados a otras plataformas. Títulos como PUBG Mobile, Genshin Impact o Call of Duty: Mobile ofrecen experiencias equivalentes a las de sus versiones originales, demostrando que llevamos una consola entera en el bolsillo. Ya no importa si estás en el metro, en un parque o en la sala de espera del dentista. Puedes sumergirte en mundos complejos y gráficos de alta calidad con solo tocar la pantalla de tu teléfono.

El fenómeno del crossplay y la conectividad global potencia aún más esta democratización. Jugadores de distintas plataformas pueden compartir la misma partida, enfrentarse o colaborar sin que importe la consola que tengan. Minecraft, Fortnite o Rocket League son ejemplos de mundos donde la experiencia es verdaderamente compartida, derribando las fronteras entre PC, consola y móvil.
A esto se suma la cultura del contenido compartido. Twitch, YouTube Gaming y TikTok han convertido las partidas en espectáculos accesibles a todos. Ver cómo juegan otros, comentar estrategias o crear clips virales se ha vuelto parte del acto de jugar, incluso para quienes nunca sostendrían un mando. Conciertos virtuales, torneos masivos y colaboraciones entre marcas transforman los videojuegos en experiencias culturales híbridas, que van mucho más allá del simple entretenimiento.
En definitiva, la expansión tecnológica ha convertido al videojuego en un fenómeno omnipresente. No importa dónde estés ni con qué dispositivo cuentes, siempre hay una manera de jugar, participar o compartir. Y eso nos lleva a preguntarnos: ¿quién juega hoy y cómo ha cambiado el perfil del jugador?
Todos jugamos: el fin del estereotipo gamer
Durante décadas, la palabra gamer evocaba una imagen muy concreta: un adolescente encerrado en su habitación, rodeado de cables, consolas y latas de refresco vacías. Pero esa imagen pertenece al pasado. Hoy, el videojuego se ha convertido en un espacio de encuentro intergeneracional y diverso, en el que participan personas de todas las edades, géneros y perfiles.
Según Entertainment Software Association (ESA), el 46% de los jugadores en Estados Unidos son mujeres. En Europa, la cifra es similar: el informe Video Games Key Facts 2023 sitúa la proporción en torno al 43%. La antigua brecha de género se ha reducido hasta casi desaparecer, especialmente en plataformas móviles, donde la sencillez de acceso y la variedad de géneros han atraído a millones de nuevas jugadoras. Esto no quita, sin embargo, que siempre hayan existido jugadoras “hardcore”, por mucho que durante años se las haya invisibilizado. Simplemente dejamos constancia de que dicha variedad de géneros y plataformas ha contribuido enormemente a esta paridad videolúdica.
También han cambiado los dispositivos y las formas de juego. El móvil se consolida como la plataforma más utilizada a nivel mundial, con un nivel de penetración del 77% entre los jugadores, de acuerdo con el informe Newzoo Global Games Market 2024. Las consolas ocupan el segundo puesto, seguidas de los ordenadores personales. Esta diversidad ha multiplicado los perfiles de jugador, desde quien dedica horas a un triple A hasta quien juega partidas rápidas en el autobús.

El videojuego también se ha convertido en un espacio social, no solo individual. Según Pew Research (2023), el 72% de los jugadores entre 18 y 29 años afirma usar los videojuegos como forma de socializar. Las partidas cooperativas, los mundos compartidos y las comunidades online han reemplazado al antiguo estereotipo del jugador aislado. Hoy se juega acompañado, ya sea por voz, por chat, o en persona.
Todo esto no hace más que confirmarnos algo que ya hemos mencionado anteriormente: el perfil del jugador moderno es tan diverso como la propia sociedad. Hay abuelas que dominan Candy Crush, parejas que se divierten con Mario Kart World, y grupos de amigos que se reúnen cada noche para hacer raids en Destiny 2. La etiqueta de “gamer” ya no define una tribu: describe una forma más de relacionarse con el mundo digital. Y aun así, a pesar de esta diversidad creciente, el acceso al videojuego todavía no es igual para todos.
Lo que aún nos queda por jugar
La diversidad del videojuego es hoy incuestionable. Sin embargo, que más personas jueguen no significa que todos lo hagan en igualdad de condiciones. Detrás de esa aparente universalidad persisten obstáculos que limitan el acceso, la experiencia y la participación plena de muchos jugadores.
La primera es económica. Aunque el acceso básico se ha ampliado gracias a los móviles y los modelos “free-to-play”, disfrutar de títulos de última generación sigue siendo costoso. Las consolas de nueva generación superan fácilmente los 500 euros, y a eso hay que sumar mandos, accesorios y suscripciones premium que en muchos casos resultan imprescindibles para jugar online o acceder a contenido adicional. Incluso el juego en la nube, que prometía eliminar la dependencia del hardware, exige una buena conexión y, a menudo, una cuota mensual. La barrera de entrada puede no ser técnica, pero sigue siendo económica.
Otra frontera es la de la accesibilidad. En los últimos años, la industria ha dado pasos importantes hacia la inclusión real de personas con limitaciones de movilidad, visión o audición. Xbox fue pionera con su Adaptive Controller, un mando modular y completamente configurable pensado para adaptarse a cada jugador. Sony siguió el mismo camino con su PlayStation Access Controller, lanzado en 2024, que permite personalizar la disposición y la respuesta de los botones para ajustarse a diferentes necesidades físicas. Además, muchas desarrolladoras de videojuegos —especialmente los de PlayStation Studios— están incorporando opciones de accesibilidad avanzadas en sus juegos: texto a voz, interfaces de alto contraste, subtítulos personalizables, ayudas auditivas o la posibilidad de sustituir acciones complejas por pulsaciones simples. Sin embargo, esto sigue siendo más la excepción que la norma. La accesibilidad no debería depender del presupuesto de desarrollo ni del tamaño del estudio.

También persiste la brecha cognitiva y generacional. Los videojuegos han demostrado ser útiles para la estimulación mental, la coordinación o incluso la terapia, pero muchos títulos continúan diseñándose bajo la premisa de la rapidez, la complejidad o la exigencia técnica. Los públicos menos familiarizados con los videojuegos —como adultos mayores o personas con discapacidad cognitiva— suelen quedar relegados a propuestas muy limitadas o poco atractivas. La verdadera democratización implica crear experiencias que no solo sean accesibles, sino también comprensibles y significativas para todos.
Por último, existe una brecha de sostenibilidad y educación digital. La expansión del juego online y del modelo freemium ha generado dinámicas de consumo poco equilibradas: gasto impulsivo en microtransacciones, dependencia de recompensas diarias, presión social y, en algunos casos, adicción. Democratizar también significa enseñar a jugar de forma consciente, equilibrada y responsable. La educación en hábitos digitales —tanto en escuelas como en hogares— debería acompañar a la industria en este proceso de madurez.
El videojuego ha avanzado mucho en su camino hacia la inclusión, y a pesar de ello aún queda terreno por explorar en cuanto a su democratización. Pero no confundamos conceptos. Esto no significa que todo el mundo deba poder jugar a todo, ni que se elimine el esfuerzo o el aprendizaje que exige dominar un juego, tal y como algunos parecen creer e incluso exigir. Significa, más bien, que exista una oferta lo bastante diversa y de calidad como para que cada persona encuentre su espacio, desde quien busca la competitividad extrema hasta quien prefiere una experiencia tranquila o accesible. Actualmente, la industria parece estar teniendo en cuenta estas consideraciones, pero siempre se puede dar un paso más para que esa pluralidad se consolide. Que jugar sea una posibilidad abierta y no un privilegio condicionado por el hardware, la habilidad o la economía. Que podamos hablar, de verdad, de un medio plenamente universal. Que podamos decir con convicción que, en mayor o menor medida, todos somos gamers.




